El Valencia: gloria, secuestro y resistencia
Hubo un tiempo en que el Valencia CF caminaba entre gigantes. Finalista de la Champions en 2000 y 2001, campeón de Liga en 2002 y 2004, conquistador de la Copa de la UEFA y de la Supercopa de Europa. Era el club que incomodaba a los poderosos, que se colaba en sus fiestas y terminaba bailando en la tarima principal. Mestalla rugía con la seguridad de saberse grande. El murciélago no volaba bajo: planeaba sobre Europa con una elegancia que parecía eterna.
Hoy, dos décadas después, esa memoria choca con una realidad incómoda. El Valencia ya no es temido ni respetado como antes. No pelea por títulos, apenas sobrevive en la mediocridad de media tabla. Su símbolo más cruel no está en la clasificación, sino en esa masa de cemento llamada Nuevo Mestalla, parada desde hace más de una década. Una ruina moderna que representa lo que el club ha sido en los últimos años: promesas incumplidas, proyectos fantasma y decepción. Y en el centro de esta tragedia aparece un nombre propio: Peter Lim.
Cuando el empresario singapurense compró el club en 2014, el Valencia arrastraba una deuda de 355,9 millones de euros. Muchos lo vieron como un salvador, alguien dispuesto a invertir y devolver al equipo al lugar que le correspondía. Pero la realidad ha sido otra: una década después, la deuda sigue por encima de los 330 millones y algunos informes la sitúan ya por encima de los 500. El patrimonio neto se ha reducido de 58,5 a poco más de 40 millones. Nueve de los diez últimos ejercicios han cerrado en pérdidas, acumulando un agujero cercano a los 180 millones. Solo en la temporada 2023-2024, la deuda neta ascendió a 283 millones y el fondo de maniobra fue negativo en 94,2. Casi el 40% de los ingresos anuales se destinan únicamente a pagar intereses y préstamos. Lo que iba a ser la salvación, se convirtió en una soga.
Y si Lim es el dueño, Jorge Mendes ha sido el socio perfecto para transformar al Valencia en un mercadillo de operaciones. Desde 2014, el superagente portugués ha movido más de 300 millones de euros en fichajes y ventas vinculadas al club. El Valencia dejó de fichar jugadores para fichar operaciones, con entradas y salidas dictadas más por comisiones que por necesidades deportivas. El caso de Carlos Soler es quizá el más evidente: vendido al PSG por 18 millones más variables, cuando su valor de mercado rondaba los 50. A lo largo de los años, la afición ha visto cómo la cantera se convertía en cajero automático y cómo se apostaba por fichajes caros de escaso rendimiento. Más que un proyecto deportivo, lo que se construyó fue una red de negocios.
El único oasis en esta travesía llegó en 2019, cuando Marcelino García Toral logró devolver competitividad y orgullo al club, conquistando una Copa del Rey frente al Barça. Mestalla volvió a soñar, por un momento pareció que el murciélago podía volver a volar alto. Pero la ilusión duró poco: Marcelino fue despedido de manera absurda, víctima de la tensión con la directiva y del capricho de un dueño que no quería un club fuerte, sino un club dócil. Ese episodio fue una traición que confirmó lo que muchos sospechaban: el proyecto deportivo nunca fue prioridad.
Lo más doloroso de esta década no está en los balances ni en los resultados, sino en la grada. Mestalla nunca dejó de rugir, y la afición se ha convertido en la última trinchera. "Lim go home" se ha transformado en un himno de resistencia. No es normal que un estadio entero grite contra el presidente de su propio club cada fin de semana, pero en Valencia ya es rutina. Y aún así, Lim no se va. Porque para él el club no es identidad, ni afición, ni historia. Para él el Valencia es un activo en su cartera, un contrato firmado, una cifra en un balance. Ese es el verdadero secuestro.
El drama no es solo deportivo, es identitario. El Valencia que antes miraba a los ojos a Madrid y Barça, que sacaba talento de su cantera y lo convertía en bandera, hoy sobrevive vendiendo a sus mejores jugadores para cuadrar cuentas, atrapado en préstamos con Goldman Sachs y en promesas incumplidas sobre un estadio que sigue siendo una ruina. El club no solo ha perdido títulos, ha perdido ambición, respeto y coherencia. Ha perdido la sensación de ser un grande.
Y sin embargo, hay esperanza. El fútbol está lleno de resurrecciones: Juventus, Milan, Inter... clubes que cayeron al abismo y volvieron a levantarse. El Valencia podría hacerlo. Tiene ciudad, historia y una afición inquebrantable. Lo único que no tiene es un dueño que lo entienda. Mientras Lim siga aferrado al club, el futuro se escribe en clave de mediocridad, pero incluso en esta oscuridad hay un faro: Mestalla. Una afición que no calla, que no se rinde, que resiste. El alma del Valencia sigue ahí, aunque el cuerpo está herido.
El Valencia fue un gigante, con delanteros absolutamente históricos: Claudio "Piojo" López, David Villa, e incluso Romario de una manera fugaz. Hoy es un club secuestrado. Pero el fútbol nunca es definitivo. Algún día, cuando Lim se marche, el murciélago volverá a volar alto. Mientras tanto, lo que queda es la resistencia: una afición que lucha contra su propio dueño, una ciudad que no olvida lo que fue, un estadio que no se apaga. Porque los títulos construyen historia, pero son las cicatrices las que construyen memoria. Y la del Valencia, aunque herida, todavía late.
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