Nuestra última Eurocopa
Julio de 2024 será para siempre una fecha doblemente inolvidable. España volvió a levantar una Eurocopa, 12 años después, y lo hizo con un equipo joven, valiente y alegre que devolvió la ilusión a todo un país. Pero, para mí, esa historia tiene un significado más íntimo, más profundo: fue el último título que celebré con mi padre, el último gol que celebramos juntos con la Selección, el último viaje a la Fuente de las Ranas, ese lugar de nuestro pueblo que para muchos es solo una fuente, pero para mí ya es un santuario de recuerdos. A veces pienso que incluso el hecho de ganarla fue un regalo del destino, como si alguien supiera que esa sería su última Eurocopa y hubiera querido dejarle esa felicidad.
A veces pienso que mi padre y el fútbol eran casi inseparables. No era de grandes discursos ni de frases épicas, pero cuando jugaba la Selección se transformaba. Podía pasar el día entero hablando de alineaciones, de si había que cambiar de punta porque Morata no le gustaba demasiado, o si los chicos del banquillo estaban listos para este tipo de partidos. Y lo que hacía con esa mezcla suya de seriedad y humor, con ese gesto de apretar la mandíbula cuando se ponía nervioso, o con ese golpe en la mesa cuando un árbitro pitaba lo que no debía. Crecí viéndolo así: tenso y feliz al mismo tiempo. Y esa es, quizá, la mejor definición de lo que significa el fútbol para tantos.
En la final de Berlín, contra Inglaterra, se repitió ese ritual que en mi casa era ley. El salón se convirtió en estadio. Nadie podía tocar el mando, nadie podía distraerlo. Yo me fijaba en sus movimientos más que en los del propio partido. Caminaba por el pasillo como si pudiera empujar la pelota desde allí, resoplaba como si el aire le faltase y, de vez en cuando, me miraba y me decía: "estos chicos tienen lo que hace falta para ganar, ya verás". Y lo decía con esa convicción suya que pocas veces fallaba.
El partido, lo sabemos todos, fue un vaivén de emociones. Rodri, ese jugador que mi padre admiraba como pocos ("es el que nos da equilibrio"), tuvo que salir lesionado al descanso. Yo le vi la cara de preocupación, como si se le hubiera roto un engranaje vital en medio del motor. Y lo entendí: para él, Rodri representaba esa figura sólida y confiable que sostiene todo cuando parece temblar.
Y, sin embargo, el equipo resistió. En el minuto 47, Nico Williams abrió el marcador con un zurdazo imparable tras una genialidad de Lamine Yamal. Yo salté del sofá, pero lo mejor fue mirarlo a él: levantó los brazos como si el gol le perteneciera, como si de algún modo lo hubiera empujado desde su pasillo eterno. "¡Lo sabía!", gritó.
El empate de Inglaterra, apenas un cuarto de hora después, nos devolvió a otra realidad. Ese disparo de Palmer, frío y demoledor, silenció a medio país. A mi padre le cambió la cara: la mandíbula aún más tensa, los ojos clavados en la pantalla. No dijo nada, pero yo lo entendí. Era el miedo de siempre, el miedo a volver a ser esa España que prometía y no cumplía. Fueron unos minutos interminables en los que lo sentí más vulnerable, como si también estuviera peleando contra sus propios recuerdos.
Y entonces llegó el minuto 86. Cucurella recorrió medio campo y puso un balón perfecto que Oyarzabal empujó a la red. La casa se vino abajo. Yo lo abracé, pero él me abrazó aún más fuerte, como si supiera que aquel momento era irrepetible. Su grito llenó todo, se mezcló con el mío, con el de mi madre y con el de millones de españoles. Fue un gol, sí, pero también fue un regalo: el último que La Roja me dio con él. Y a veces pienso que el destino quiso que fuera así, que España ganara para que él pudiera marcharse con esa alegría intacta.
Después llegó lo de siempre: el pueblo en masa corriendo a la Fuente de las Ranas. Coches pitando, bengalas encendidas, banderas ondeando. Y allí estaba él, sonriendo como un niño. Esa sonrisa, la tengo grabada en la memoria con más fuerza que cualquier fotografía. Porque no era solo alegría, era plenitud. Como si toda su vida hubiera tenido sentido en ese instante. Y yo, viéndolo en medio de la multitud, entendí que aquel sería un recuerdo para toda la vida. Su último título con la Selección. Nuestra última celebración juntos.
Hoy, cuando pienso en esa Eurocopa, claro que me acuerdo de Rodri, de Williams, de Yamal, de Oyarzabal... pero sobre todo pienso en él. En cómo se levantaba del sofá antes de cada córner, en cómo nos pedía silencio si es que había un momento tenso, en cómo repetía siempre que el fútbol, cómo la vida, es cuestión de resistir hasta el final. Y me doy cuenta de que, sin proponérselo, me dejó un legado mucho más grande que cualquier resultado: me enseñó a sentir el fútbol como un idioma del alma.
Y ahora, inevitablemente, pienso en el futuro. El Mundial de 2026 en Estados Unidos, México y Canadá nos espera, y España será una de las favoritas. Este grupo joven ya sabe lo que es ganar, ya sabe lo que es sufrir y levantarse. Todo está ahí para soñar de nuevo con lo más grande. Y me encantaría vivirlo con él. Sé que ya no será igual, sé que ya no estará en el sofá bufando ni en la Fuente de las Ranas celebrando. Pero sé también que de alguna forma, sí estará. Porque cada vez que España marque, lo escucharé gritar conmigo. Cada vez que un gol nos devuelva la esperanza, lo sentiré abrazándome como en 2010, como en 2024.
Y ese será mi Mundial, el suyo y el mío. El que jugaremos juntos aunque no lo veamos del mismo modo. Porque, al final, el fútbol también es eso: memoria, herencia, amor que no se apaga.
Celebración en la Fuente de las Ranas con el ascenso del Extremadura
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