11 de julio de 2010: el día que entendí algo sin saberlo
No tenía ni siete años.
Nací en 2003 y mi mundo, por entonces, se reducía a cosas pequeñas: jugar en el suelo, preguntar sin parar, dormir cuando se podía y soñar con lo que no entendía. Pero hay recuerdos que no necesitan lógica para quedarse. Aquel 11 de julio de 2010 es uno de ellos.
Recuerdo la tarde como si fuera una escena de película vieja, con luz cálida y todo el mundo más callado de lo habitual. Había algo en el aire. Algo distinto. Las calles, normalmente vivas en verano, estaban vacías. En mi casa, nadie hablaba de otra cosa: esa noche, España jugaba la final del mundial.
Yo no sabía bien lo que significaba eso. Ni entendía los nervios de mi padre, ni por qué mi madre no quería moverse del sofá. Para mí, el fútbol era todavía algo lejano, como un idioma que intuía pero aún no hablaba. Sin embargo, algo me decía que esa noche era especial. No solo porque jugaba España, sino porque era el cumpleaños de mi padre.
Un cumpleaños que, en lugar de globos y velas, se celebraba con camisetas rojas, cervezas frías y una tensión que podía cortarse con un cuchillo. Mi padre no quería tarta. Solo quería una cosa: que ganáramos.
España contra Holanda
Un país contra su historia. Un equipo que había tocado el cielo dos años antes en la Eurocopa y ahora tenía en sus pies el sueño de millones.
Yo estaba allí, sentado en el suelo, con los ojos muy abiertos. No por el partido en sí, sino por lo que veía a mi alrededor: mi familia, tan diferente a diario, tan unida esa noche. Mi abuelo, siempre tan comedido, tenía los ojos brillantes. Mi padre no dejaba de andar de un lado a otro. Y yo, con mi camiseta roja enorme que me llegaba a las rodillas, sentía que algo importante estaba pasando, aunque no supiera explicarlo.
El partido fue eterno.
Las patadas volaban. Los minutos se arrastraban. Cada ocasión fallida era un suspiro contenido. Cada falta era un grito de indignación. Y, en medio de todo eso, yo aprendía a mirar el mundo de otra forma. A entender lo que el fútbol podía despertar. La pasión. La rabia. El miedo. La esperanza. Todo al mismo tiempo.
Y entonces llegó el minuto 116.
Una jugada rápida. Cesc. Iniesta. Control. Disparo. Gol.
Gol.
No me acuerdo de lo que pasó en esos segundos, solo del sonido. Un grito que no era solo mío, ni de mi padre, ni de mis vecinos. Era de todo un país. Un rugido que rompió la noche. Que rompió el tiempo. Y que me rompió a mí por dentro, de pura emoción.
Mi padre me levantó del suelo y me abrazó como si hubiera ganado él. Me dijo: "¡Somos campeones del mundo!". Y aunque yo no entendiera del todo la magnitud de lo que estaba diciendo, en ese momento supe que estábamos viviendo algo irrepetible.
A veces pienso en todo lo que pasó esa noche. En cómo un grupo de jugadores —Casillas, Puyol, Xavi, Villa, Iniesta...— escribieron la página más gloriosa de nuestra historia futbolística. Pero también pienso en todo lo que pasó dentro de las casas. En los abrazos. En los saltos. En las lágrimas. En cómo un país herido, dividido y a veces desilusionado, se unió por un instante perfecto en el que todos fuimos uno.
Recuerdo salir al balcón y ver y escuchar a coches tocando el claxon. La sensación de miles bocinas por la calle. Gente con banderas. Desconocidos abrazándose en la calle. España entera celebrando lo imposible.
Y en medio de todo, mi padre. Cumpliendo años. Con una sonrisa que no le había visto nunca, como si aquel gol hubiese sido su regalo más esperado.
Hoy, que han pasado más de 15 años, entiendo muchas cosas. Entiendo que ese Mundial fue mucho más que fútbol. Fue un símbolo. Una victoria que nos enseñó que sí se puede. Que los sueños, a veces, se cumplen. Que no todo es para los de siempre.
Y entiendo también, lo que el fútbol puede hacer: convertir un gol en un abrazo entre generaciones. Convertir a un país entero en una familia. Convertir un cumpleaños de un padre en la noche más feliz de su vida.
Yo, con seis años casi siete, no entendía de tácticas. Pero entendí algo que me marcó: Que el fútbol no se juega solo con los pies. Se juega con el alma. Y esa noche, el alma de España voló tan alto como nunca.
Preciosa mezcla de vida y fútbol. En mi caso, que ni soy tan futbolero ni celebraba cumpleaños, también recuerdo dónde estaba. Está claro que algunas ocasiones un acontecimiento deportivo se transforma en un acontecimiento social y vital.
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