Llegar tarde a Messi
Durante mucho tiempo, el fútbol no fue parte de mi vida. No lo seguía, no me emocionaba, no entendía esa pasión que parecía prenderlo todo en los demás. Mientras mis compañeros discutían sobre partidos y jugadores, yo vivía en otra frecuencia. No tenía equipo (aunque dijera que sí), no tenía ídolos, y no sentía que me faltara nada. En cierto modo, lo veía como un mundo ruidoso, lejano, hecho para otros.
Por eso, cuando empecé a escucharte nombrar tantas veces—siempre con admiración, con reverencia, como si fueras algo más que un futbolista—, no entiendo del todo por qué. Para mí eras solo un nombre que aparecía en los informativos, en los cromos, en las camisetas de otros. Nunca vi en directo tus primeros pasos, ni tu debut, ni tus goles imposibles. No sabía lo que era un slalom ni lo que significaba que alguien tuviera "la zurda de Dios".
Llegué tarde. Muy tarde. Pero llegué.
Y lo curioso es que, a pesar de esa distancia, había algo en ti que me hacía parar. Algo en tu forma de moverte, de mirar, de jugar, que no necesitaba explicación. Era como si cada pase tuviera su propia música. Como si cada vez que tocabas el balón, algo se ordenara. Y empecé a fijarme. Primero por curiosidad. Después por costumbre. Y más tarde, sin darme cuenta, por necesidad.
Empecé a buscar tus jugadas, a ver goles antiguos, a ver partidos enteros que otros ya conocían de memoria. No entendía todos los contextos, ni las tácticas, ni los debates eternos sobre quién es el mejor. Pero sí entendía que había en ti una verdad que no necesitaba gritar para hacerse notar. Y eso me desarmó. Porque hasta entonces yo pensaba que para destacar había que hacer ruido. Que para ser el centro había que querer serlo. Y tú, simplemente, jugabas. Sin postureo, sin forzar, sin arrogancia.
Y fue a través de ti que empecé a entender el fútbol. No como un deporte lleno de estadísticas y rivalidades, sino como una forma de expresión. Como una emoción colectiva que, de algún modo, también te puede hablar a ti cuando lo ves desde fuera. Y tú fuiste eso para mí: el puente. La puerta de entrada a algo que no sabía que podía emocionarme tanto.
Nunca me hiciste sentir fuera. Nunca sentí que era tarde. Todo lo contrario, Fue como si tu historia tuviera espacio también para los que llegamos más tarde, para los que no estuvimos desde el principio, pero nos quedamos y quedaremos hasta el final.
Quizá por eso el Mundial fue tan especial. Porque ya no eras solo el jugador de todos. Eras el jugador al que yo sentía mío. Vi cada partido con el corazón acelerado, como si eso compensara los años que no estuve. Y cuando levantaste la copa, sentí que se cerraba algo. Que se cerraba para ti, sí... pero también para los que necesitábamos verte ganar para entender lo que habías significado todo este tiempo.
No sé si esta carta tiene sentido. No sé si alguna vez la leerás, ni siquiera si debería publicarla. Pero sentía que tenía que escribirla. Porque hay momentos en los que uno necesita dar las gracias. No por un gol en concreto. No por un título. Sino por haber sido inspiración sin darte cuenta. Por haberme enseñado que no importa cuándo llegues, si lo haces de verdad. Y por recordarme que no hace falta gritar para que te escuchen, Que la grandeza también puede ser silenciosa.
Gracias, Leo.
Por lo que hiciste y haces con el balón.
Por lo que dijiste sin hablar.
Y por lo que despertaste en tantos, incluso en los que no sabíamos que necesitábamos algo como esto en nuestra vida.
Firmado,
Uno de los que llegó tarde. Pero se quedó para siempre.
MessiMedia. Messi, a lomos del Kun Agüero, mostrando la Copa del Mundo
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