Cuando perdimos todos, aunque no fuéramos del Betis
No soy del Betis. Lo aclaro desde el principio, porque este texto no va de escudos, ni de fidelidades eternas, ni de gritos de gol con la bufanda al cuello. Va de algo más profundo. Va de esas veces en las que el fútbol se cuela por una rendija que no esperabas, y termina instalándose en tu pecho sin pedir permiso.
La final de la Conference League entre el Betis y el Chelsea no era, en teoría, mi partido. No llevaba días esperándola con ansiedad, no tenía el móvil lleno de tweets previos ni había hecho promesas de no afeitarme si no ganaban. Pero algo me arrastró a verla desde el principio. Tal vez fue la curiosidad, o el deseo de que un equipo español algo más modesto que Madrid o Barça, pudiera plantarle cara a un gigante europeo. O tal vez fue que uno nunca sabe cuándo el fútbol va a hacer de las suyas.
El partido lo empecé viendo en casa de mi tía. Allí, uno de mis primos sí que es del Betis. Pero del Betis de verdad. De esos que no necesitan excusas ni victorias para sentirse orgulloso de los suyos. Lo vi con él, con sus hermanos, rodeado de camisetas verdiblancas, entre latas de refresco, patatas a medio abrir y ese aire tenso que tienen las casas cuando se está jugando algo importante.
Y entonces pasó. Gol del Betis. Un golazo. Nos abrazamos, gritamos, saltamos del sofá como si aquello fuese una final del mundo. La alegría fue inmediata, desbordante, sincera. Yo, que no soy del Betis, lo celebré casi tanto como él. No por el escudo, sino por el momento. Por esa emoción compartida que solo el fútbol puede provocar. Por ver feliz a alguien que quieres.
Al principio, lo reconozco, yo estaba más pendiente del móvil que del campo. Contestaba algún mensaje, me levantaba a por algo de picar, hacía comentarios sueltos sin mucho contenido. Pero el Betis empezó a jugar con ese estilo suyo, entre elegante y valiente, y dentro de mí algo comenzó a inclinarse. Sin darme cuenta, estaba metido en el partido. Ya no revisaba el móvil. Ya no comía. Ya no hablaba. Solo miraba.
El plan familiar de ese día incluía ir a cenar después a casa de nuestra abuela, que nos había preparado algo "ligero", como ella dice, que luego nunca es tan ligero. Así que salimos de casa de mi tía y, teléfono en mano, fuimos siguiendo el partido por la calle. La pantalla iba con retardo, pero el corazón iba en tiempo real.
Al llegar a casa de la abuela, la televisión ya estaba encendida con su canal de fondo habitual, uno de esos que dan concursos extraños o telenovelas que nadie sigue del todo. Le pedimos si podíamos poner el partido. Al principio, accedió con una sonrisa resignada, como quien acepta que hay cosas que no se pueden evitar. Pero a medida que avanzaban los minutos y nuestras conversaciones giraban en torno al balón, empezó a protestar. Nada serio, pero con ese tono tan de abuela: medio broma, medio verdad.
"¿Pero tanto os importa ese partido?", nos dijo en un momento. "Si no sois ni del Betis..."
Y tenía razón. Ninguno, salvo mi primo, lo era. Pero daba igual. Porque en el salón estábamos todos con ellos. Había algo en ese equipo que nos representaba. Algo de épica, de humildad, de ilusión. Algo que nos hacía sentir que, si ganaban, no solo ganaban ellos: ganábamos todos.
El Betis aguantaba. El Chelsea empujaba, pero los verdiblancos respondían con coraje. Cada jugada parecía el preludio de algo grande. La tensión se podía cortar con cuchillo. y ni siquiera cenamos a la hora prevista. La abuela volvió a protestar, esta vez con más firmeza: "Si se os enfrían los filetes rusos, yo no os los voy a calentar". Pero ni los filetes rusos, ni la ensalada de pasta nos sacaron del partido.
Y entonces, empezó la otra cara del fútbol. Empató el Chelsea. Y después, uno a uno, fueron cayendo los goles. El segundo. El tercero. El cuarto. El marcador final fue 1-4, y cada tanto era como un cubo de agua fría. Un mazazo. Silencio. Mi primo se llevó las manos a la cabeza. Yo también lo hice, sin ser consciente. Nadie dijo nada durante unos segundos. Ni siquiera la abuela. El salón se quedó mudo.
Me sorprendió mi propia reacción. No era mi equipo. No era mi final. Pero me dolió. Me dolió por mi primo, por los aficionados que habían cruzado media Europa para estar allí, por los jugadores que se habían vaciado en el campo, por esa sensación tan conocida de estar tan cerca... y quedarte sin nada.
Después del último gol, nadie quiso apagar la tele. Nos quedamos allí, viendo como los ingleses levantaban su título con esa mezcla de frialdad y eficacia que tan bien representan. Y aunque ya no había nada que hacer, nos costó levantarnos. Como si apagar la televisión fuera aceptar que el sueño había terminado.
Esa noche me fui a la cama con una tristeza extraña. No era profunda, ni paralizante. Pero estaba ahí. Una tristeza suave, como la que se siente al final de una buena película que no termina como esperabas. Una sensación de pérdida sin pertenencia.
Y entonces entendí algo. Que el fútbol, cuando se vive de verdad, no necesita justificar a qué equipo sigues. Hay partidos que te atrapan porque sí. Porque te recuerdan algo. Porque te conectan con personas a las que quieres. Porque te hacen sentir parte de algo más grande. Porque te devuelven, aunque sea por un rato, a ese lugar donde todo es posible.
Esa noche, el Betis perdió 1-4. Pero con ellos perdió también mi primo. Y en cierto modo, perdí yo. Pedimos todos los que creímos, por noventa y tantos minutos, que los sueños se cumplen en verdiblanco.
Jugadores del Real Betis tras la derrota en la final de la UEFA Conference League 2025 - Mundo Deportivo
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