El brazo que sostiene al equipo

 El brazalete del capitán no es un simple adorno. Pensé en esa cinta que parece una tira de tela sin más y, sin embargo, carga con más cosas de las que caben en una prenda. No llegué al fútbol desde la infancia, no estuve mucho tiempo en un equipo de fútbol como para descubrir lo que era llevar un brazalete de capitán; llegué tarde, con cierta distancia, como quien aprende primero a escuchar y luego a hablar. Quizá por eso el brazalete me fascina: porque no es un adorno, es una frase entera atada al brazo. No dice "soy el mejor", dice "hoy respondo por todos".

La cinta convierte el juego en una tarea más grande que uno mismo. No te garantiza minutos ni aplausos; te regala, en cambio, la incomodidad. Eres el que mide los pulsos, el que lee el clima antes que el cronómetro. El que le habla al árbitro con los dientes apretados para que el reclamo no sea grito, el que encuentra al compañero que falla y le fabrica una nueva oportunidad con una mirada. Hay capitanes que parecen tener un pequeño termostato en la muñeca: cuando sube la temperatura, enfrían; cuando el equipo se duerme, suben un grado.

Tal vez los símbolos valen por lo que recuerdan. El brazalete me recuerda a Carles Puyol, que un día en Wembley no lo quiso. Lo sostuvo un segundo y se lo puso a Abidal, recién vuelto de su lucha, —acababa de recuperarse de un cáncer de hígado— para que fuera él quien levantara la copa. Eso también es capitanear: entender que el gesto correcto pesa más que la foto de portada. Pienso en Maldini, que fue capitán de una ciudad completa: con elegancia, con años de servicio, con esa calma que convierte el cruce más difícil en una línea recta. Y en Totti, "il capitano", que no necesitaba el brazalete para contarnos de qué iba la Roma, pero igual lo llevó como si sujetara la biografía de su gente.

Están los capitanes que empujan desde la voz y los que ordenan desde el silencio. Steven Gerrard con los brazos alzados en Estambul y un cabezazo que cambió la noche entera; Iker Casillas que, más allá de los trofeos, entendió un día que su deber también era llamar a un amigo y bajar el ruido para que una selección siguiera siendo una familia; Philipp Lahm, pequeño de estatura y enorme de brújula, levantando un Mundial como quien valida que el liderazgo también puede ser discreto. Los ejemplos caben en todas las geografías: capitanes que son emblema, capitanes que son puente, capitanes que son refugio.

El brazalete es, en el fondo, un contrato. No está notariado  ni sellado, pero todo el mundo lo reconoce. Firma un pacto con el vestuario: "hoy voy a estar". Estar para comerse preguntas en rueda de prensa después de la derrota que nadie quiere explicar. Estar para cruzar dos palabras con el rival que se calienta de más. Estar para recordar al canterano que el error no es sentencia. Estar para traducir al entrenador cuando el mensaje llega áspero. Estar para pedir perdón en nombre de todos, incluso si no te tocaba. Hay autoridad en el gol y hay otra, más difícil, en el consuelo.

A veces el brazalete quema. Cuando el estadio busca culpables, la cinta luce fosforescente. El capitán sabe que le caerán críticas aunque su partido haya sido correcto. Es parte del precio de representar. Pero también hay una belleza en esa exposición: la posibilidad de educar el tono colectivo. Un buen capitán rebaja la épica fácil y sube la responsabilidad, corrige sin humillar, celebra sin olvidar. Sabe que el "vamos" vale si se pronuncia en el segundo exacto, y que a veces la mejor arenga es un gesto: ceder un penalti, pedir el balón en el peor momento, tragarse una tarjeta que no toca por defender a un compañero.

Pienso en cómo cambia la cinta de equipo en equipo. En los barrios, la guarda el utilero en un cajón donde huele a linimento y césped mojado. En los grandes, la doblan con celo, como si fuera una reliquia que no se puede arrugar. A veces lleva iniciales, a veces una bandera, a veces nada. Pero siempre es un círculo que aprieta lo suficiente para recordarte que no te pertenece solo a ti. Ese ajuste también es una metáfora: el liderazgo que no ahoga y tampoco se cae.

Me gustan los capitanes que no son obvios. Los que no piden focos y, sin embargo, los encienden. Los que son titulares del esfuerzo, no de la estadística. A veces ni llevan la cinta, pero la sostienen: el mediocampista que ordena, el lateral que corrige, el portero que manda bajo los palos aunque sea otro el que luce la C.

También están los capitanes que levantan lo invisible. Trofeos, sí, pero sobre todo vestuarios. Los de martes, los de rutina, los de repetir hasta la obsesión. Si algo enseña el brazalete es que la constancia no tiene canciones, pero deja cimientos.

Por eso me acerco a los capitanes con admiración paciente. Me enseñaron que el fútbol no es solo pie y pelota, sino conversación. Puyol entregando un símbolo para engrandecer a otro. Maldini sosteniendo la dignidad del oficio. Totti recordando que hay amores que duran para toda la vida. Gerrard probando que el coraje puede empezar perdiendo. Casillas ejerciendo liderazgo en silencio. Lahm demostrando que la talla se mide el claridad.

El brazalete, al final, es una promesa visible: de estar, de sostener, de callar o ceder el jugar. En un tiempo que premia el yo, insiste en el nosotros.


Puyol dándole el brazalete de capitán a Abidal para que levantara la Champions

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