Cuando el héroe cruza la acera

 El 31 de agosto, contra el Rayo Vallecano, Joan García firmó un auténtico partidazo. Portero formado en el Espanyol, con pasado blanquiazul en cada guante, ahora defendiendo la portería del Barça y salvando el partido con intervenciones que desesperaron al rival. El partido terminó en empate, pero lo que quedó en el ambiente fue otra cosa: la sensación de traición. Porque no es lo mismo marcharse al extranjero o probar suerte en un club lejano, que cruzar la acera más peligrosa en el fútbol catalán. Ese cambio de Cornellà al futuro Camp Nou no es un simple traslado: es una cicatriz abierta, un desafío a la memoria de dos aficiones que llevan más de un siglo enfrentadas.

El fútbol, aunque insista en presentarse como deporte, es en realidad una novela familiar: pasiones, rencores, lealtades y deslealtades. Cuando un jugador cambia de bando, la historia se tiñe de villanos. No nos duele porque se marche, nos duele porque lo hace precisamente ahí, en el lugar que juramos odiar desde niños. Se lleva una camiseta, sí, pero también un pedazo de identidad que creíamos intocable.

No es nuevo. El caso más célebre fue el de Luis Figo, cuando en el año 2000 cambió el Camp Nou por el Santiago Bernabéu y dejó en llamas a medio país. No fue un traspaso, fue un terremoto. En el Camp Nou se lanzaron billetes falsos, botellas, hasta una cabeza de cerdo que todavía sobrevive en la memoria colectiva como uno de los episodios más salvajes del fútbol moderno. Figo rompió todos los códigos: era capitán, referente, símbolo. Y se fue al eterno rival. Aquello demostró que la fidelidad tiene precio, y que Florentino Pérez estaba dispuesto a pagarlo.

Unos años antes, Luis Enrique había cambiado de orilla. El asturiano salió del Real Madrid para fichar por el Barça en 1996. En Chamartín lo acusaron de traidor, pero en el Camp Nou lo adoptaron como propio. Con el tiempo fue capitán, referente y hasta entrenador de la Champions de 2015. Su historia demuestra que, a veces, las traiciones se redimen con victorias, que el odio inicial puede transformarse en respeto, y que el tiempo, aunque no lo cure todo, al menos suaviza la herida.

El de Ronaldo Nazário es otro ejemplo inolvidable. Tras una temporada mágica en el Barça, regresó a España después de un tiempo fuera para vestir de blanco y marcar goles en el Bernabéu. Cada tanto suyo se celebraba como una revancha contra el Camp Nou, pero lo curioso es que nunca fue odiado del todo. Quizás porque su talento era tan descomunal que resultaba imposible enfadarse con él mucho tiempo. Ronaldo fue el traidor sonriente, el que demostraba que hay jugadores a los que no puedes abuchear aunque quieras.

Y luego están los casos más discretos, los que no llenaron portadas pero dejaron cicatrices. Luis Milla, que en los 90 cambió el Barça por el Madrid. Sol Campbell, que se convirtió en "Judas" cuando dejó el Tottenham para fichar por el Arsenal. Zlatan Ibrahimović, que jugó para Juventus, Inter y Milan como si cambiara de camiseta en su propio armario. Todos ellos añadieron capítulos a esa biblioteca de traiciones que el fútbol conserva con el mismo cuidado que sus goles históricos.

Lo curioso es que, en este juego de lealtades rotas, los aficionados somos parte fundamental. Exigimos fidelidad eterna a tipos que, al final, trabajan donde mejor les pagan. Les pedimos que se queden siempre, aunque criticamos si no dan "el salto" a un club mayor. Queremos que vivan como monjes, cuando nosotros mismos cambiaríamos de trabajo sin pestañear si nos ofrecieran un contrato mejor. Pero necesitamos esos relatos de héroes y villanos. Nos dan gasolina para odiar, para discutir en bares, para llenar estadios de gritos. Porque el fútbol sin traidores sería como una película sin giros de guion.

Por eso lo de Joan García duele tanto en Cornellà. No es solo que se haya marchado, es que cada parada vestida de blaugrana parece borrar la historia que iba a escribir en el Espanyol. Cada intervención es un recordatorio cruel de lo que pudo ser y ya no será. Y en ese gesto se esconde la esencia del fútbol actual: contratos, cláusulas, mercado. Todo se mueve por cifras, pero nosotros lo seguimos viviendo como religión. Porque aunque sepamos que es un negocio, lo sentimos como fe.

Al final, lo que queda es aceptar la paradoja. Las traiciones nos hieren, pero también nos alimentan. Sin ellas, el fútbol sería menos intenso, menos épico, menos humano. Los goles construyen la estadística, pero son las cicatrices las que construyen la memoria. Y quizá por eso, dentro de unos años, cuando hablemos de Joan García, no recordaremos aquel empate contra el Rayo. Recordaremos la herida. Y como todas las heridas del fútbol, acabará convirtiéndose en relato.

Porque en este juego hay héroes, hay villanos, y siempre, siempre, hay traidores.


Polémica foto de las redes sociales de Joan García besándose el escudo del Espanyol, cuando ya supuestamente lo tenía hecho con el Barça

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