Dembélé, Yamal y Aitana escribieron la historia del fútbol

 Anoche París se vistió de gala. Una gala que, como cada año, nos recuerda que el fútbol no es solo correr detrás de un balón, ni tampoco ese simple conteo de goles, asistencias y títulos. Es un teatro lleno de luces, cámaras y discursos ensayados que, por momentos, parece distante de la esencia del juego... y aún así consigue que el corazón se acelere. Porque aunque todos sabemos que un trofeo no es lo más importante, el Balón de Oro tiene ese extraño poder de condensar emociones, de darle forma a lo intangible.

Ver a Ousmane Dembélé levantar el premio fue casi poético. Nadie lo habría imaginado hace unos años, cuando las lesiones parecían condenarlo a ser un "y si..." eterno. Lo llamaban frágil, irregular, un talento desperdiciado. Y, sin embargo, anoche el mundo lo aplaudía como el mejor jugador del planeta. Su sonrisa, más tímida que arrogante, decía mucho más que cualquier discurso: hablaba de noches de dolor, de la paciencia de esperar, de la fe en uno mismo incluso cuando todos dudan. Y en ese momento todos recordamos aquellas palabras de Xavi, cuando casi nadie confiaba: "Dembélé puede ser el mejor del mundo en su posición". Lo dijo en 2021, en un Barça en reconstrucción, cuando el francés apenas lograba encadenar partidos sin romperse. Parecía una exageración, un deseo más que una realidad. Pero hoy, esas palabras suenan proféticas.

Porque si Dembélé simboliza la reivindicación, Lamine Yamal encarna el futuro. Solo 18 años y ya segundo en el Balón de Oro, con dos trofeos Kopa bajo el brazo. Es imposible no mirar a ese chico y pensar que el fútbol está en buenas manos. Su manera de jugar, con esa mezcla de descaro y madurez, recuerda a esos talentos que parecen haber nacido para el juego, pero también transmite algo más: la alegría simple de quien disfruta con cada balón en los pies. Yamal no solo compite con rivales en el campo, compite con la historia, con la expectativa de una carrera que todos presienten legendaria. Y sin embargo, verlo anoche, nervioso pero sonriente, fue un recordatorio de que sigue siendo un chaval que apenas empieza.

En femenino, Aitana Bonmatí volvió a escribir su nombre en mayúsculas. Tercer Balón de Oro consecutivo. Ya no es casualidad, no es moda: es dominio absoluto. Lo suyo es admirable no solo por lo que juega, sino por cómo lo hace. Hay futbolistas que deslumbran con un momento brillante, y luego están los que sostienen un equipo, los que lo convierten en arte durante noventa minutos, semana tras semana. Aitana es de esas que no necesitan gritar para que se les escuche; su fútbol habla por ella, su constancia le da peso a cada premio. Tres Balones de Oro y la sensación de que todavía le queda cuerda para más.

Mariona Caldentey, segunda en la votación, fue otro de esos nombres que merecía ser celebrado. Durante años, quizá no tuvo la visibilidad de otras estrellas, pero su fútbol ha ido creciendo hasta colocarse en la cima. Y verla sonreír, compartiendo ese momento con Aitana, fue una escena que reflejaba algo que a veces olvidamos: que los premios son individuales, pero el fútbol nunca lo es.

La gala nos dejó otros nombres, claro. Vitinha, tercero en el ranking masculino, demostrando que la constancia y el trabajo silencioso también tiene recompensa. Mohamed Salah, eterno competidor, símbolo de resistencia en la élite. Raphinha, que completó el Top-5 con la energía de quien nunca baja los brazos. Y en el lado femenino, Alessia Russo, Chloe Kelly, Patri Guijarro... cada una una con su historia, cada una dejando claro que el fútbol de mujeres ya no es promesa, es presente.

Y cómo no mencionar a Vicky López, que con su Trofeo Kopa femenino confirmó lo que ya intuíamos: que hay talento joven suficiente para que el futuro siga siendo brillante. O a Donnarumma y Hannah Hampton, los mejores porteros, porque sin ellos este juego sería incompleto. O incluso a los máximos goleadores, Gyökeres y Pajor, que demuestran que el gol sigue siendo el idioma universal del fútbol.

Pero entre nombres y trofeos, me quedo con la sensación de que la gala es, en realidad, una excusa. Porque lo importante no es quien levanta el Balón de Oro, sino lo que ese gesto significa para quienes lo miramos desde casa. Nadie va a recordar en unos años si Dembélé agradeció primero a su familia o a sus compañeros; lo que recordamos es la historia que hay detrás. La del niño que soñaba, la del jugador que cayó y se levantó, la del talento que desbordó fronteras.

El Balón de Oro nunca ha sido perfecto. Siempre genera debates y polémicas, pero ahí reside parte de su magia: nos obliga a hablar de fútbol, a discutirlo, a sentirlo. A que alguien se indigne porque su favorito no ganó y otro se emocione porque por fin su ídolo fue reconocido.

Y al final, los premios se guardan en vitrinas, los discursos se olvidan y las galas pasan. Lo que permanece es la emoción de un regate imposible, de un gol en el minuto noventa, de un gesto humilde frente a la adversidad. Esa es la huella que define a un futbolista: la memoria que deja en quienes lo ven jugar.

Dembélé, Lamine, Aitana, Mariona... todos recibieron algo más que un premio: un lugar en la memoria colectiva. Y nosotros, los que lo vimos, recibimos otra confirmación de que el fútbol sigue siendo mucho más que un deporte. Es relato, es espejo, es emoción. Y aunque el Balón de Oro brille, el verdadero oro está en lo que lo rodea: las historias, las luchas, las alegrías compartidas. Lo que nos hace sentir que, por un instante, todos estamos jugando el mismo partido.



Aitana Bonmati y Ousmane Dembélé levantando el Balón de Oro - RTVE

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