Luka Modrić, la llama que no se apaga
Luka Modrić se fue del Real Madrid con 39 años. Digo "se fue" y todavía me cuesta creerlo, porque parecía eterno, como esas canciones que no envejecen cuando pasa el tiempo. Pero no: también él tuvo que despedirse. También él entendió que la vida, incluso la futbolística, pide nuevos escenarios.
Lo sorprendente no es que haya salido del club blanco. Lo sorprendente es lo que vino después: la decisión de seguir. No rendirse a la nostalgia ni al aplauso fácil de un homenaje. De ponerse otra camiseta, la del Milan, y seguir corriendo detrás de la pelota con la misma convicción de siempre.
A estas alturas, cuando muchos estarían pensando en el retiro, o en irse a Arabia a ganar millones, él sigue creyendo que todavía queda algo por dar. Y esa fe, esa terquedad hermosa, es quizá lo que mejor define su carrera. Modrić no se entiende sin lucha. No se entiende sin esfuerzo. No se entiende sin esa rebeldía silenciosa con la que convirtió las dudas en aplausos.
Porque hay jugadores que nacen con el brillo, y otros que lo construyen. Modrić lo edificó poco a poco, a base de pases imposibles, de giros que retaban a la física, de liderazgo que no necesitaba gritos. Su fútbol no era estruendoso, era música de cámara. Sutil, preciso, delicado... pero capaz de llenar estadios enteros.
Cuando llegó al Real Madrid en 2012, muchos lo miraron con escepticismo. Venía del Tottenham, con buen cartel, pero no al nivel de una superestrella. Tanto es así, que el diario SPORT llegó a publicar en portada con el siguiente titular: Un fichaje para tapar vergüenzas. Los primeros meses fueron duros, críticas, los que decían que no estaba a la altura, incluso alguna que otra portada que lo calificaba como "el peor fichaje del año". Pocos habrían apostado entonces a que acabaría siendo uno de los mediocampistas más grandes de la historia del club.
Pero Modrić respondió como siempre lo hizo: trabajando, confiando, resistiendo. Se ganó a Mourinho, luego a Ancelotti, a Zidane y a todo un vestuario lleno de egos. Y en ese proceso, el Madrid encontró en él el metrónomo perfecto para dirigir la orquesta que levantó cuatro Champions en cinco años. Su Balón de Oro en 2018 no fue un accidente: fue una confirmación de que el fútbol todavía tiene sitio para la elegancia, para el toque y para la pausa inteligente.
Ahora en Milán, quizá no tenga el físico de hace diez años, pero sí la sabiduría de quien ha jugado todas las batallas y ha aprendido a elegir dónde poner la energía. Quizá ya no sea el centro del universo en cada jugada, pero será la brújula que siempre apunta en la dirección correcta. Y eso, en un fútbol cada vez más frenético, es oro puro.
Otros grandes se fueron apagando entre lesiones o banquillos; él no. Modrić eligió prolongar la llama. Como Buffon en la portería, como Ibrahimovic con sus goles imposibles, como Cristiano que se negó a colgar las botas cuando todos se lo pedían. Hay algo profundamente humano en esa rebeldía: el deseo de seguir, de no dejar que la fecha de nacimiento decida por ti.
Su salida del Madrid no es solo una cuestión deportiva, es también emocional. Los madridistas pierden a un ídolo, a un símbolo silencioso que nunca necesitó polémicas para ser grande. Los croatas siguen teniendo a su capitán, el que los llevó a una final del Mundial que parecía imposible. Y los amantes del fútbol, en general, seguimos disfrutando de un jugador que hace del balón una excusa para hablar de arte.
Porque Modrić es eso; un recordatorio de que el fútbol puede ser bello, que no todo es músculo y velocidad. Que todavía queda espacio para el pase filtrado que rompe líneas, para el control orientado que elimina rivales, para el giro de tobillo que te deja preguntándote si lo que viste fue real.
Me gusta pensar que su salida no es un final, sino un recordatorio. Que el tiempo pasa, sí, pero también se desafía. Que no importa tanto la edad como la pasión con la que decides seguir adelante. Que a veces el fútbol, como la vida, es simplemente negarse a soltar lo que te hace feliz.
Al final, Modrić no pertenece solo al Real Madrid, ni a Croacia, ni al Tottenham: pertenece al fútbol. Jugadores como él son patrimonio de todos los que aman este deporte. Y mientras siga en un campo, con el balón pegado a los pies y la mirada tranquila de quien entiende el juego mejor que nadie, tendremos la certeza de que la belleza sigue viva.
Porque hay muchos futbolistas, pero artistas como Modrić aparecen muy de vez en cuando. Y cuando lo hacen, lo único que queda es dar las gracias por haberlos visto jugar.
Luka Modrić en 2018 levantando el Balón de Oro
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